Por Amapola Nava
Ciudad de México. (Agencia Informativa Conacyt).- La primera vez que fue a una consulta de genética, Laura estaba por cumplir 25 años. Fue porque tenía una pregunta, pero antes de hacerla explicó a la especialista que su sobrino había nacido con una enfermedad hereditaria, se lo explicó porque no solo estaba por cumplir 25 años, también estaba por casarse y deseaba tener hijos. La joven quería preguntar si había algo que pudiera hacer para no heredar la enfermedad, pero la genetista le dijo que era portadora de una mutación y que tenía 50 por ciento de probabilidad de transmitir el gen afectado a sus hijos, le dijo: “Si quieres estar segura de que tus hijos no van a tener displasia ectodérmica, entonces adopta”.
Cuando el sobrino de Laura nació, era un bebé normal, pero cuando llegó la temporada de calor a San Francisco del Rincón, Guanajuato, el pequeño padecía fiebres recurrentes. Aun sin estar abrigado, al niño le subía tanto la temperatura corporal, sin razón aparente, que sus padres comenzaron una procesión para averiguar qué le sucedía a su pequeño. Fueron de pediatra en pediatra buscando la causa de las fiebres de su hijo, hasta que por fin, un médico, viendo que el bebé no tenía vellos ni poros en la piel, les dijo que tal vez el pequeño tenía una enfermedad genética llamada displasia ectodérmica que le impedía sudar y por eso no podía regular su temperatura corporal.
Para confirmar el diagnóstico, el médico ordenó una biopsia de piel al pequeño y al ver que mostraba ausencia total de poros y glándulas sudoríparas, informó a la familia que, efectivamente, el pequeño había heredado la enfermedad.
Ni Laura ni su familia sabían lo que era la displasia ectodérmica hipohidrótica hasta que su sobrino nació. Y no es de extrañar, porque esta enfermedad afecta a uno de cada 15 mil nacidos vivos y la variedad que afectó a su sobrino se presenta solo en uno de cada 100 mil. Esto quiere decir que en 2017, de los dos millones 234 mil 39 niños que nacieron vivos en México, de 20 a 40 podrían tener la enfermedad. Por eso, esta enfermedad forma parte de un grupo de padecimientos conocidos como enfermedades raras.
La displasia ectodérmica hipohidrótica no se considera una enfermedad letal si se detecta a tiempo, pero sí es una condición que requiere un cuidado especial, pues afecta la piel, el pelo, los dientes y las glándulas sudoríparas.
Vivir sin poder sudar
El mayor problema del sobrino de Laura es que no posee glándulas sudoríparas. No sudar podría parecer una ventaja, si solo se considera la parte estética. Pero sin este fluido que humedece la piel y al evaporarse la enfría, las personas no son capaces de regular bien su temperatura. Esto puede desencadenar fiebres altas que ponen en riesgo la vida.
Para evitar problemas, las personas con displasia ectodérmica deben mojarse e hidratarse continuamente y proteger su piel del sol. Lo que es un reto cuando los niños son bebés, pues es difícil determinar si sienten calor o no.
“Mi sobrino ahora ya tiene siete añitos y entonces cuando siente calor ya va solito a mojarse la playera, a mojarse la cabeza o a prender el aire acondicionado. Pero tiene otro reto, que es el de sus dientes. Tiene solo unas ocho piezas dentales y todavía no tiene muelas porque es muy chiquito, así que su comida tiene que ser especial, lleva una dieta blanda, no puede comer carne, por ejemplo. Pero esperamos que sí le vayan saliendo sus dientitos”.
Otro problema que tienen los niños con displasia es que su nariz no lubrica, entonces al sobrino de Laura le tienen que ayudar haciéndole lavados nasales, sino todas las partículas en el aire se pegarían en su tracto respiratorio y le impedirían respirar.
De allí en fuera el pequeño tiene una vida completamente normal, incluso hace deporte, con la precaución de mantenerse hidratado.
“Los maestros ya saben y no tiene que pedir permiso, si se siente acalorado, se va, se moja, se hidrata y regresa”.
Una enfermedad del cromosoma X
El tipo de displasia ectodérmica que afecta al sobrino de Laura se origina por una mutación en el cromosoma X. Como el pequeño, de sexo masculino, solo puede heredar el cromosoma X de su madre y el cromosoma Y de su padre, significa que su madre es la portadora de la enfermedad.
Y aunque su madre, al igual que Laura, no tenía ningún síntoma grave de displasia ectodérmica, se dieron cuenta de algunos indicios que señalaban que ellas y su tercera hermana habían heredado el cromosoma X afectado de su madre. Por ejemplo, a todas ellas les faltaban dos piezas dentales, pero la displasia en la piel no era tan marcada en las mujeres, pues por su sexo, tienen dos cromosomas X y el cromosoma normal suple la actividad del cromosoma mutado. Algo que no sucede en los varones, pues solo tienen un cromosoma X.
Entonces, si Laura se embarazaba y su bebé resultaba una niña, había 50 por ciento de probabilidad de que no heredara la mutación, pero había otro 50 por ciento de que heredara el cromosoma mutado y fuera portadora. Por otro lado, si Laura tenía un hijo varón, tenía 50 por ciento de probabilidad de nacer sin la enfermedad, pero 50 por ciento de nacer con displasia ectodérmica y sufrir sus consecuencias.
Al discutir sobre esto, la madre de Laura recordó que tuvo hijos varones que fallecieron al nacimiento o a una edad muy temprana. Y aunque la displasia ectodérmica no es considerada una enfermedad mortal, Raúl Piña Aguilar, médico especialista en genética médica y miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), opina que en un país tropical, cuando no se conoce el diagnóstico, las condiciones ambientales podrían llevar a que un niño fallezca prematuramente.
“Cuando nos enteramos, mi mamá me decía: ‘Yo no quiero que pases por todo lo que yo pasé, porque dicen que no fue por eso, pero yo pienso que sí fue, porque niños que parecían sanos fallecían’. Y pues esto que me dijo mi mamá fue una de las razones más importantes que nos llevaron a buscar una alternativa para tener hijos”.
Seleccionar los hijos futuros
Al casarse, uno de los sueños de Laura era formar una familia y tener un bebé. Pero no quería dejarles la herencia de la displasia ectodérmica. Ella y su esposo hablaron sobre la adopción, pero su ilusión de tener hijos biológicos la llevó a buscar una alternativa médica.
Visitó genetistas y clínicas de reproducción asistida en México, pero no obtuvo la respuesta que buscaba. Incluso fue a Chicago, con una genetista que trataba varios pacientes de displasia ectodérmica. La especialista le mandó realizar un estudio para saber exactamente en qué gen se encontraba y cuál era la mutación en Laura. Pero una vez que obtuvo el resultado —una mutación en el gen EDA—, le dijo que ya no tenía nada más que ofrecerle.
La genetista dijo a Laura que había una opción llamada diagnóstico preimplantacional, un procedimiento de reproducción asistida, que consiste en generar embriones y analizar cada uno de ellos para saber cuál está libre de la mutación y entonces implantarlo en la futura madre. Pero la especialista le dijo que allí no hacían ese procedimiento y que el único lugar que sabía que lo hacían era en España.
“En ese momento, al saber que sí era posible y que no había sido en vano todo lo que habíamos hecho como familia, mi pareja, mis papás y mis hermanos, pude respirar. Pensé, bueno, sí es posible, ahora toca buscar dónde y buscar los recursos”.
En ese ir y venir, una amiga le comentó a Laura que había una clínica en León donde tal vez le podían ayudar. Laura ya estaba haciendo planes y analizando costos para el extranjero, pero pensó que no perdía nada con ir a visitar la clínica.
La clínica en León
“Era la primera vez que nos pedían este tipo de tratamiento. Laura, para nosotros, fue una paciente muy poco común, una paciente joven, de 25 años, que no tenía dificultades para embarazarse, pero que quería un procedimiento para tener un hijo sano. Afortunadamente, ella ya sabía lo que necesitaba, incluso venía con un estudio que le habían hecho en Chicago, donde habían identificado algunos de los genes que estaban implicados; a partir de eso, nosotros analizamos y dijimos: ‘Sí es posible”, recuerda Cristina Lanuza López, ginecóloga del Instituto de Ciencias en Reproducción Humana (Instituto Vida).
El estudio que Laura se había hecho en Chicago facilitó las cosas. De hecho, le habían realizado un análisis en la mayoría de los genes causantes de las displasias ectodérmicas y como la mutación que encontraron no se había reportado antes, es decir, era nueva, la habían registrado en una base de datos genética de nombre Clinvar y los especialistas en México pudieron acceder a los datos.
Lo que seguía era diseñar la metodología con que se haría el diagnóstico genético preimplantacional.
Eliminar la mutación de las siguientes generaciones
Había dos procedimientos que podían ayudar a Laura a tener un hijo sano. El primero era hacer una selección de sexo y el otro era realizar un diagnóstico genético preimplantacional.
La selección de sexo consiste en analizar los cromosomas sexuales de un embrión para elegir un sexo deseado. En este caso, Laura podía elegir tener solo hijas, pues son los niños los que pueden desarrollar el padecimiento. Laura tendría 50 por ciento de probabilidad de tener un bebé sin la mutación y aunque había 50 por ciento de probabilidad de que sí tuviera la mutación, al tener dos cromosomas X, la bebé sería solo portadora y no presentaría la enfermedad, así como ella.
Pero Laura no quería eso, pues la probabilidad de tener una hija portadora de la mutación la hacía sentir que le estaría heredando a su hija el problema que ella había tenido para concebir. Laura deseaba cortar el padecimiento en su familia para siempre. Quería poder ver a sus hijos y nietos sin tener que preocuparse más por la enfermedad. Entonces la alternativa que le quedaba era el diagnóstico genético preimplantacional.
Buscar la mutación en un embrión
Lo que había que hacer para eliminar la mutación en la descendencia de Laura era un diagnóstico genético preimplantacional. Este consiste en tomar sus óvulos, inyectar cada uno con un espermatozoide de su esposo y esperar a que se transformaran en embriones. Cuando los embriones cumplen los cinco días se llaman blastocistos y tienen ya entre 64 y 128 células. Entonces los especialistas pueden tomar algunas de estas células —de entre el grupo de células que se convertirán en la placenta y se conocen como trofoblasto— y analizarlas, para detectar cuáles embriones, por simple azar, heredaron de Laura el cromosoma X libre de la mutación.
Pero ya en la práctica el procedimiento es complejo, es necesario que el método detecte las mutaciones específicas de cada familia, además se deben calcular correctamente los números, debemos asegurarnos de tener el número suficiente de embriones a analizar, explica Raúl Piña Aguilar, investigador en el Instituto Vida.
“Hay que considerar que cuando se inyecta un espermatozoide en un ovocito maduro, solo 80 o 90 por ciento fertiliza, entonces de 10 nos quedamos con ocho. De allí, tenemos que esperar al día cinco, pero de los embriones que fertilizan, solo la mitad llega al día tres, lo que nos deja con cuatro embriones. Luego, de los que llegan al día tres, solo la mitad llega al día cinco, entonces nos quedamos con dos embriones”.
De hecho, la ecuación sigue complicándose, pues cada uno de esos dos embriones tiene 50 por ciento de probabilidad de heredar la mutación. Esto da una idea del reto que implica obtener la cantidad de embriones necesarios para lograr detectar uno sin la mutación y transferirlo a la madre. Proceso en el que tampoco es infalible, pues solo 70 por ciento de los embriones que se transfieren en el útero por fertilización asistida se implanta y progresa a un embarazo.
Inyecciones interminables
Para comenzar con el procedimiento lo primero que había que hacer era obtener los óvulos de Laura. Pero los humanos normalmente solo producen un óvulo por ciclo, así Laura tuvo que someterse a un tratamiento hormonal de inyecciones diarias, por unos 12 días, para obtener la mayor cantidad de óvulos posible. Después de eso, los óvulos se extraen mediante una cirugía muy simple y se puede proceder a seleccionar los óvulos maduros y fertilizarlos con los espermatozoides del padre, explica Raúl Piña.
Al terminar esta primera etapa, Cristina Lanzua y el doctor Antonio Gutiérrez Gutiérrez, especialista en reproducción y director del Instituto Vida, recuperaron 11 óvulos de Laura, de los cuales cuatro llegaron a la etapa de embrión de cinco días. De esos cuatro embriones, dos estaban libres de la mutación, así que llegó el momento de transferirlos al útero de Laura. La probabilidad de que se lograra un embarazo era alta, pues cada embrión tenía 70 por ciento de probabilidad de sobrevivir, y se transfirieron los dos embriones. Pero las probabilidades son probabilidades, señala Raúl Piña, y en ese primer intento Laura no quedó embarazada.
“La primera vez que no quedé embarazada, yo ya iba un poquito consciente de que había 70 por ciento de probabilidad y ya había platicado con mi esposo sobre qué iba a pasar si no se lograba el embarazo. Ya habíamos dicho que lo íbamos a volver a intentar, que estábamos jóvenes y por lo menos ya sabíamos que ‘de que se podía, se podía’”.
El Instituto Vida es un grupo de clínicas de infertilidad dirigidas por el médico especialista en reproducción doctor Antonio Gutiérrez Gutiérrez. Su clínica en León, Guanajuato, es una de las pocas del país que pertenece al Registro Nacional de Instituciones y Empresas Científicas y Tecnológicas (registro 1702363) del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt). |
Con la decisión tomada, solo era cosa de esperar a que el cuerpo de Laura volviera a estar listo, pues debía pasar de nuevo por una gran cantidad de inyecciones hormonales. Por fortuna, su familia la apoyaba moral y económicamente.
Pero Raúl Piña sabe que las cosas no siempre son fáciles. El médico lleva varios años trabajando con pacientes que sufren de enfermedades raras y desean tener hijos, y señala que muy pocas personas tienen acceso a procedimientos como estos, que son bastante caros y no se ofrecen en el sistema público de salud. Por otro lado, si no existe la barrera económica, las personas que desean tener hijos igual se enfrentan al paternalismo de médicos y asociaciones, que les llegan a prohibir tener hijos o les dicen que querer tener un hijo libre de la enfermedad es ir en contra de la propia identidad.
Una bebé sana
Raúl Piña, Cristina Lanzua, Antonio Gutiérrez y los otros especialistas que trataron a Laura también sintieron mucho que el primer embarazo no se lograra. Pero cuando supieron que la joven quería volver a intentarlo pensaron en una metodología que permitiera una mayor probabilidad de éxito. Decidieron hacer un banco de embriones.
Esta vez, Laura pasó por tres ciclos de estimulación hormonal y los especialistas obtuvieron 10 embriones de cinco días de desarrollo. Llegó el momento de leer el ADN de cada uno en búsqueda de la mutación y resultó que de los 10 embriones tres estaban libres de la mutación y dos eran embriones de niñas portadoras.
Los médicos tomaron uno de los tres embriones libres de la mutación y lo transfirieron al útero de Laura. Esta vez, las noticias fueron buenas para la pareja, y 35 semanas después nació una niña. La pequeña nació aparentemente sana y Laura y su esposo no quisieron que se le hicieran más pruebas genéticas, para ellos el análisis de ADN del embrión y tener a su hija en brazos era suficiente.
Hoy, la bebé de Laura tiene nueve meses, para sus padres es la niña más hermosa y no tienen duda de que toda su peregrinación valió la pena. Además, si Laura quisiera tener un segundo hijo, todavía hay dos embriones libres de la mutación congelados y disponibles para transferirse al útero de la joven, comenta Cristina Lanzua.
Las enfermedades raras
El grupo de científicos del Instituto Vida que participó en el diagnóstico preimplantacional de Laura publicó los detalles de su trabajo en la revista científica Revista de Investigación Clínica, y aunque el diagnóstico preimplantacional es un método que se ha descrito en la literatura científica desde 2012, Raúl Piña dice que para ellos era importante que se publicara por primera vez una historia mexicana de éxito en un revista mexicana reconocida, para dar cuenta de que este tratamiento de reproducción asistida es una alternativa viable en México para evitar la transmisión de las enfermedades raras.
Una enfermedad rara es un padecimiento poco común que afecta a una persona de cada dos mil. Si lo comparamos con la diabetes, que afecta a tres de cada 10 mexicanos, parecería que las enfermedades raras no son un problema de salud pública. Pero existen cerca de siete mil tipos diferentes de enfermedades raras y 80 por ciento tiene un origen genético, es decir, se heredan y, por lo tanto, el diagnóstico preimplantacional podría representar una opción para casi cinco mil 600 enfermedades que pueden ser incapacitantes y muy dolorosas para las familias, señala Raúl Piña.
“Laura y su pareja terminaron viajando a Estados Unidos para hacerse un estudio que les hubieran podido ofrecer en México. Y no solo eso, en Chicago, la ciudad donde está la clínica pionera de los diagnósticos genéticos en embriones en América, no supieron orientarlos. Esto nos habla del reto que tienen las personas que sufren de enfermedades genéticas raras para encontrar opciones de reproducción”.